¿Crisis inmobiliaria? Un ajuste necesario

Jun 9 •

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JUAN CARLOS LONGÁS* : Desde que estalló la crisis hipotecaria en Estados Unidos se ha hablado mucho de la conveniencia o no de que la autoridad monetaria (en aquel caso la Reserva Federal) interviniera para paliar sus efectos y salvar los bancos comprometidos, a costa de avalar comportamientos temerarios e incluso aberrantes desde el punto de vista económico y social. Los partidarios de la intervención arguyen que así se evitan males mayores. Los detractores, que de esa manera se traslada a los agentes económicos el mensaje de que todo vale -hasta el falseamiento de datos- en la loca carrera por engordar las cuentas de resultados, siempre que el problema creado sea lo suficientemente grave.

Es lo que se denomina un problema de riesgo moral, que se presenta cuando los costes y perjuicios de una decisión no recaen sobre quien decide.

Sin pretender equiparar dos situaciones con denominaciones similares pero bien diferentes en sus características, aquí esta pasando lo mismo con la construcción. Cuando los indicios de debilitamiento, enfriamiento, crisis, o comoquiera que llamemos a la actual circunstancia, se van imponiendo con la perseverancia de lo inexorable, comienza a generarse un estado de opinión favorable a la intervención pública para paliar los perjuicios que se adivinan. Incluso se ha creado un lobby que aglutina a los principales promotores inmobiliarios, con el fin, quizá no explícito pero sí explicitado en pronunciamientos y actuaciones públicas, de presionar al Gobierno y promover políticas que favorezcan sus intereses. Por eso es conveniente un análisis algo más pormenorizado de la situación y hacer un poco de memoria.

Como todo el mundo sabe -y buena parte lo ha sufrido en las carnes cada vez más escuálidas de su renta mensual (los salarios más bajos llevan años reduciéndose en términos reales)- el precio de la vivienda ha experimentado en la última década subidas que, con perspectiva histórica, cabe calificar de espectaculares. El fenómeno es resultado de una concatenación de elementos que van a coincidir cronológicamente en unos pocos años, a los que no es ajena la unión monetaria en Europa: reducción de tipos de interés hasta niveles desconocidos, necesidad de aflorar dinero fiscalmente oculto, fase expansiva del ciclo económico. Todo ello va a redundar en una especulación exacerbada, muy asociada a la corrupción urbanística, un contexto en el que todo vale y cualquier cantidad de viviendas que se construya encuentra inmediatamente compradores. El ritmo de construcción es frenético, sin relación con las necesidades reales y el número de viviendas vacías se incrementa tan deprisa como los precios. El problema ya no es de vivienda, que haberlas haylas, sino de acceso a la vivienda. Para colmo, la dinámica de ocupación de suelo es depredadora y generadora de servidumbres ambientales, económicas y sociales (emisiones de CO2, congestión, incremento de necesidades de movilidad, contaminación en todos sus tipos) difícilmente asumibles en el inmediato futuro.

Así pues, durante bastantes años se ha confiado el crecimiento económico (con lo que lleva consigo, claro, de exhibición de agregados macroeconómicos aparentemente sólidos y positivos) a la construcción; y, como no podía ser de otro modo por ser las bases muy débiles, tal crecimiento va a ser fuerte pero desordenado y enfermizo, con empleo de mala calidad y un peso preocupante (por lo que significa) del sector en la economía. Socialmente, se produce una gigantesca transferencia regresiva de rentas, desde la población de menor nivel de renta y el sector público hacia los grandes promotores (ni siquiera a los constructores, cuyos márgenes no son tan elevados). Basta observar las listas de las personas más ricas. En España, una buena porción de ellas están muy vinculadas a la promoción inmobiliaria y han hecho su fortuna en un plazo relativamente breve. Y es que la misma Administración ha alimentado el proceso mediante políticas miopes, por más que cuenten con un amplio respaldo social, especialmente las desgravaciones fiscales, pero también la VPO.

No contentos con enriquecerse de esa manera, ahora forman un grupo de presión y se permiten -en ocasiones con notable impertinencia- adoctrinar sobre qué políticas hay que aplicar que, casualmente, coinciden con sus intereses. Con el chantaje del aumento del desempleo, tienen el desparpajo de exigir -ése es el verbo adecuado- un aumento de las deducciones fiscales o más fondos para VPO. Saben, naturalmente, que los más beneficiados de medidas así serían ellos. Y saben, también, que pocos políticos tienen la honestidad intelectual suficiente como para explicar a la ciudadanía que el ajuste no sólo es necesario, sino saludable y que el empleo creado al amparo del boom inmobiliario es poco estable y de muy mala calidad. Al mismo tiempo, el coste de oportunidad (en términos de posibilidades perdidas por no invertir en actividades de mayor futuro) de dedicar tan inmensos recursos al ladrillo es muy elevado para una economía que, a pesar del triunfalismo oficial, presenta indicadores poco halagüeños en aspectos esenciales como la educación, la innovación tecnológica, el medio ambiente o la productividad.

¿A qué nos ha conducido todo ello? A la vista está: precios disparatados, una expansión urbana ambientalmente insostenible, la liquidación de patrimonio público, el agotamiento de las posibilidades financieras de muchos municipios y la condena de parte de la población a vivir durante décadas atados a una hipoteca. Buena culpa de ello la tiene la confusión (quizá interesada) entre derecho a la vivienda y derecho a la vivienda en propiedad. Si una sociedad opta por garantizar el segundo, allá ella con sus consensos. Como mecanismo de control social puede ser eficaz, pero ¿es progresista una política con resultados tan retrógrados?



* http://juancarloslongas.blogspot.com



* Rebelión - 03-06-2008

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